Bala perdida

 

Imagino la bala caer silenciosa. Un punto brillante en la noche. Atraviesa la teja gris y luego el cielo raso. Deja un pequeño orificio, limpio. Sigue contundente hasta mi cabeza y atraviesa mi cráneo a toda velocidad. Veo como mi cuerpo pierde el tono y se desploma en el silencio.

 

Hay dos orificios limpios en esta casa: uno en la cocina y otro en la ducha del baño auxiliar. Nadie se cruzó con las balas que irrumpieron en diferentes celebraciones de año nuevo mientras brindábamos con vino barato y comíamos uvas en la sala. Dos orificios, dos intentos fallidos de la muerte suelta, loca y ciega. Después de aquello, tuvimos el cuidado de refugiar el brindis bajo el techo de concreto de la terraza, por si acaso, pero no hubo más balas en fin de año. Aun así, desde entonces los años comienzan con la sombra de aquellos pequeños orificios.

 

En otras ocasiones imagino la bala en trayectoria horizontal. Recorre nítida el espacio de luz y color que luce borroneado por la velocidad. Conduzco desprevenidamente por calles habituales mientras algunos se involucran en un tiroteo. Están cerca, inmersos en el oficio de soltar a la muerte. Sigo el guion del día sin anticipar la fatalidad. En mi cabeza la escena luce detenida hasta que la bala quiebra el vidrio trasero del carro, que salpica esquirlas, y enseguida, veloz y brutal, cruza mi cráneo. Un chorro de sangre salta del orificio y pringa el panorámico. Veo mi cuerpo desgonzarse hasta quedar tendido en el volante con los ojos abiertos como si aún pudieran ver.

 

Algo parecido les sucedió a mi abuela y a mi madre. Yo iba con ellas en el carro, tenía unos meses de edad. Mi abuela conducía por las calles del centro en el estrecho Fiat color verde oliva. De pronto la algarabía en la calle, el tronar de las detonaciones, la confusión, el frenazo en seco, los cuerpos atarantados en el intento de descifrar las órdenes imprecisas del cerebro. Mi abuela reaccionó, mandó a mi madre a agacharse. Mi madre cuenta que me empujó debajo del asiento y se echó sobre mí mientras la abuela, como pudo, sin asomarse demasiado, maniobró la escapada. A salvo, en casa, descubrieron el orificio en una de las puertas traseras. Sacaron la bala achatada del sillón.

 

Hace poco leí la noticia de una muerte por bala perdida. Imagino a la mujer abrazada a su marido. Caminan de vuelta a casa después de la fiesta. Ella se siente segura con él, que lleva el arma ajustada en la pretina. Mareada por el alcohol y contenta, festeja las bromas tontas de él, ríen juntos, se tambalean un poco. Quizás mirara al cielo en busca de estrellas. Quizás le hizo resistencia a él cuando comenzó a hacer tiros al aire. Quizás le dijo que dejara de jugar, que iba a despertar al barrio, que no se pusiera a tentar al Diablo, que el ruido la iba a dejar sorda. Él, divertido, quizás pensó que no era para tanto y, alegre y estúpido, se dispuso a hacer otro tiro al aire. El peso de la mujer, asida aún de su brazo, lo hace tambalear. Ambos caen. Él la suelta y se levanta rápido. En el suelo un charco, como una aureola, borra el pavimento alrededor de la cabeza de ella. Él no acaba de entender qué pasa, está perdido como la bala ciega que los volvió tristemente célebres en las crónicas rojas de los diarios amarillistas.

 

Con la misma alegría estúpida mi padre solía hacer disparos al aire en días de fiesta cuando era niña. Luego dejó de hacerlo, quizá porque se quedaba sin balas, quizá porque el barrio se había llenado de edificios y de gente apiñada en las casas. Quizá porque se nos acababa la alegría de celebrar juntos. Yo sentía una mezcla de miedo y euforia cuando él hacía los disparos. En aquel tiempo no sabíamos que podía ser mortal.

 

Una madrugada me desperté al oír pasos en el patio. Escuché la voz de mi padre repetir: «¿Quién anda allí?» Hizo un disparo al aire. No me atreví a mirar por la ventana, busqué a mi madre y me aferré a ella hasta que lo vimos entrar con el arma en la mano derecha. Con expresión de perro guardián nos mandó regresar a la cama. Es el último recuerdo que tengo de mi padre empuñando el arma. Quien estuviera merodeando alcanzó a huir, pero el arma se quedó mientras crecía y mi padre también.

 

La memoria aprieta la garganta en esta casa en la que nací y a la que no había vuelto desde los dieciocho años. Mi padre murió hace una semana. Esta mañana encontré el arma en una caja tras unos zapatos viejos amontonados en el clóset de mi madre. No recuerdo haberla puesto allí. Volví a ser la niña despeinada y curiosa que una mañana se escabulló para tomar el envoltorio de terciopelo rojo del clóset de papá. La que desenvolvió con cuidado la tela, observó fascinada la hermosa cacha de nácar, sacó de la funda negra el metal frío para palparlo, para averiguar lo que se siente con lo poderoso y prohibido en las manos.

 

Que mi padre nos amenazara de muerte era algo común en aquel tiempo. Terminé por creer que era normal que un padre dijera a su hija cosas como «prefiero verte muerta a…» o «te mato si…». Hoy en día no se lo permitiría a nadie. Dudo que a él le hubieran pesado aquellas palabras. Decirlas debía ser como disparar al aire un treinta y uno de diciembre invadido por una alegría estúpida. Así también disparó palabras inmerso en su rol de padre y marido de la época.

 

No fue fácil vivir con él. El temperamento del viejo acabó rápido con mi madre. Eso pienso yo. Murió primero, de un cáncer que la consumió sin que ella opusiera mayor resistencia. Se resignó a la muerte como a todo.

 

Una tarde escuché gritos y salí rápido de mi cuarto. Papá pateaba a mi hermano. Mamá los observaba pasmada. Esta vez no estaba la voz imperiosa de la abuela para indicarle qué hacer. Mi hermano, en posición fetal, se cubría la cabeza con los brazos. Antes, papá había roto cosas, las lanzaba sin ver a donde, pero nunca nos había golpeado. Temí que lo fuera a matar. Intenté jalarlo por uno de sus brazos para hacerlo entrar en razón, pero me empujó tan fuerte que caí. Ni siquiera me miró, siguió insultando y pateando. En ese momento, todo lo que había aguantado en esos años gritó con furia. Recordé el arma. Tenía que detenerlo, no pensé en nada más.

 

—¡Déjelo!

 

Mi padre quedó aturdido al ver el revólver en mis manos.

 

—Dame eso acá, tarada, no se te vaya a disparar —me gritó con cara de demonio. Tragaba aire con urgencia.

 

El arma me temblaba en las manos, pero no sentía su peso. Papá se apartó de mi hermano y comenzó a acercarse despacio, con la mano derecha extendida y demandante.

 

—Dame el arma —decía sin dejar de avanzar.

 

—Lárguese —grité.

 

El arma se disparó. No recuerdo haber jalado el gatillo. Fue rápido. Papá cayó. Mamá gritó. Quedé paralizada. Mamá me miraba como si fuera imposible perdonar el horror que estaba viviendo. Mi hermano miraba sin poder moverse, su rostro de niño desencajado por el dolor. Entonces llegó un vecino a ver qué pasaba. Papá se levantó sin un rasguño. Había caído por la impresión del disparo.

 

—Hubieras podido matarme, estúpida —susurró.

 

Luego, las explicaciones, que no pasó nada, y las mentiras para taparlo todo. En la confusión me quedé con el revólver y lo escondí tan bien que se perdió hasta de mí. Por mi hermano me enteré de que el revólver tenía cargada una bala de salva. Del asunto no se volvió a hablar. Mi padre se atemperó un poco, pero el orificio entre los dos se había convertido en abismo. A los pocos días me fui de la casa. Apretado el gatillo, salí disparada.

 

Podría dejar de imaginar que una bala perdida acaba con lo que no me he atrevido a acabar yo. Podría cargar en el arma una de las balas que quedan, colocar el cañón justo en medio de mis ojos, decidir que este será el momento de detener mi trayectoria y evitar un nuevo impacto. Pero no tengo ganas de morir hoy.

 

Las balas perdidas también fallan. Uno las encuentra achatadas en el piso. Contempla el orificio limpio o la magulladura en alguna pared o en el cielo raso y sabe que la vida le da otra oportunidad. Mi hermano y su familia me esperan para almorzar. Habrá que enterrar también el arma.

 

Barranquilla, 2010.